Un poeta enamorado de sus versos y ambicioso de la fama suspiraba día y noche por una poetisa tan joven como él.
Como era tímido, no se atrevía a hablarle más que con dulces miradas y ligeras sonrisas, pero los días y los meses transcurrían y ella no parecía corresponder a su interés.
El sudario de la tristeza cubrió la ilusión y el anhelo del poeta, pero no menguó su amor.
Día y noche deseaba tenerla y la llamaba por su nombre, pero a su ruego sólo asistía la inspiración para devolverle con música el eco de su voz, que él entretejía al hilo de la métrica severa, encajándolo en la parcela del soneto, cuyos límites rezuman infinidad.
Fue así como alumbró los más bellos versos que jamás hubiera creado; a partir de entonces bendijo a su tristeza y a su inspiración.
Una noche comprendió que su amor por la joven había arraigado tan hondo en su interior que ya no podía ocultarlo. Venció a su antigua timidez y, al amparo de la tristeza y de la inspiración, le recitó los amorosos versos.
La joven poetisa no cabía en sí de júbilo, pues también su timidez hasta ese momento había acallado sus sentimientos.
La alegría ahuyentó a la tristeza y el idilio con el que tanto soñaron en silencio se hizo realidad.
Una noche ella lo encontró meditabundo interrogando al viento: «¿Dónde fue mi inspiración?, ¿dónde está la Poesía?»
«Mi inspiración eres tú», le decía ella colmándolo de besos. Pero él la desdeñaba reprochándole que su inspiración lo había abandonado celosa de sus caricias y sus besos.
Día y noche la apartaba de su lado y se entregaba a sus viejos libros. «¿Dónde fue mi inspiración?, ¿dónde está la Poesía?», y ella le decía: «Mi inspiración eres tú». Pero él no entendía sus palabras ni la poesía de su amor.
Al fin, uno de tantos días en que el poeta la vio llorando, le dijo: «Mi vida se consume inútilmente en tu fuego. Me abandonó la inspiración, y sin ella nunca obtendré la fama. Vete».
La joven poetisa se marchó desencantada y en silencio, apuntalando quimeras y destilando sueños desvanecidos. Alumbró versos mórbidos como violetas y cultivó pensamientos que aromaron su ideal. Siguió escribiendo rimas perfectas y nunca bebió de manos de Cupido el agua del Leteo.
La caprichosa inspiración volvió al lado del riguroso poeta, y con ella, poco después, la admiración de mucha gente y los laureles de la fama, traídos por las manos de Apolo. Pero él estaba hueco, y aunque ya no interrogara al viento sobre la causa de su vacío, cada noche una voz le susurraba en sueños: «¿Dónde está tu felicidad?», y el ambicioso poeta quedaba mudo en presencia de la idealizada imagen de su amada, porque era la eterna pregunta que nunca había sabido contestar.
M. J. Zapater
(Publicado en LAS PROVINCIAS el miércoles 19 de noviembre de 1997, en Sociedad, pág. 28)