Todo empezó aquella mañana fría y pálida de hace casi un cuarto de siglo. Huyendo de las batas blancas y de la larga aguja que hacia mi bracito apuntaba, me escapé espantada para ocultarme bajo las escaleras de la entrada del centro de salud de Juan Llorens.
Allí, agazapada, rezaba para que nadie me hallara, por muy buen ojo clínico que tuviera. Mi pánico por las jeringuillas invita al análisis, al análisis de sangre, que a mí tanto me horripila. Me encontraron, pero, debido a mis pataletas y ahogos, se abstuvieron de sacarme sangre por enésima vez. Me extrajeron tanta de niña, que cualquier testigo de Jehová diría que con ella me absorbieron el alma.
Poco después fermentó mi pasión por las naranjas veteadas de rojo y por Mis terrores favoritos. La tez de luna de Bela Lugosi, el goticismo lúgubre de su morada solitaria, el crespón con que Diana se ocultaba de los ojos ciegos de los murciélagos…; todo ello me evadía de la cruz que me constreñía… ¡Y qué cruz! La severidad de un colegio religioso que me tenía por la rara avis. Visitaba el cementerio y sus altos columbarios y mausoleos me dejaban anonadada. Su sacro silencio, pesado como losa, lo guardaba en mi pecho para que me acompañara allá donde fuese.
Siendo ya adolescente afloraron mis progresivas náuseas por los ajos troceados que, camuflados entre los arroces, encontraba en las comidas. Hablando de arroces, recuerdo también mi aversión a la melanina: huyendo de la muchedumbre que se congregaba cada estío en la playa, yo me perdía en los mercadillos para buscar polvos de arroz que dieran a mi rostro la apariencia espectral de la que hablaban las canciones de los Alien Sex Fiend, los Bauhaus, los Cure y demás amantes de los entierros prematuros, las almas en pena y las alas de los ángeles caídos.
Creo que aún no era mayor de edad cuando recibí la visita del murciélago, ese que desde entonces y por espacio de unos dos años acudía cada noche religiosamente a dormir colgado del techo de mi galería.
El colofón llegó cuando noté que la piel se me llenaba de ronchas si me exponía a la ardiente mirada de Apolo. Así que renuncié a la playa, a la que ya iba poco, dada mi escasa afición a las masas. Pero tal era mi hipersensibilidad, que bastaba el más fugaz rayo de sol para causar la reacción cutánea. Este fue el dictamen médico: eritemas; o sea, ¡alergia al sol! Cargando con la cruz de semejante nueva, regresé a casa, inquieta por saber el veredicto definitivo: el del espejo. El sobresalto era seguro: si me reflejaba, seguiría viendo mis brazos y piernas tachonados de satélites rojos; si no me reflejaba… Pero me reflejaba, pues ahí estaba mi aspecto de seis doble del dominó.
Ahora apenas me salen eritemas y, por supuesto, me sigo viendo en el espejo. ¡Con la ilusión que me hacía verme de pupila de Drácula! Me queda el consuelo de disfrazarme por Carnaval.
M. J. Zapater
(Publicado en LAS PROVINCIAS el lunes 23 de febrero de 1998, en Sociedad, pág. 60)