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Ejemplar de La balaustrada (95 columnas de opinión censuradas o publicadas por Las Provincias), encuadernado por la autora.

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14 marzo, 2012

DRÁCULA, MON AMOUR

Todo empezó aquella mañana fría y pálida de hace casi un cuarto de siglo. Huyendo de las batas blancas y de la larga aguja que hacia mi bracito apuntaba, me escapé espantada para ocultarme bajo las escaleras de la entrada del centro de salud de Juan Llorens.
Allí, agazapada, rezaba para que nadie me hallara, por muy buen ojo clínico que tuviera. Mi pánico por las jeringuillas invita al análisis, al análisis de sangre, que a mí tanto me horripila. Me encontraron, pero, debido a mis pataletas y ahogos, se abstuvieron de sacarme sangre por enésima vez. Me extrajeron tanta de niña, que cualquier testigo de Jehová diría que con ella me absorbieron el alma.
Poco después fermentó mi pasión por las naranjas veteadas de rojo y por Mis terrores favoritos. La tez de luna de Bela Lugosi, el goticismo lúgubre de su morada solitaria, el crespón con que Diana se ocultaba de los ojos ciegos de los murciélagos…; todo ello me evadía de la cruz que me constreñía… ¡Y qué cruz! La severidad de un colegio religioso que me tenía por la rara avis. Visitaba el cementerio y sus altos columbarios y mausoleos me dejaban anonadada. Su sacro silencio, pesado como losa, lo guardaba en mi pecho para que me acompañara allá donde fuese.
Siendo ya adolescente afloraron mis progresivas náuseas por los ajos troceados que, camuflados entre los arroces, encontraba en las comidas. Hablando de arroces, recuerdo también mi aversión a la melanina: huyendo de la muchedumbre que se congregaba cada estío en la playa, yo me perdía en los mercadillos para buscar polvos de arroz que dieran a mi rostro la apariencia espectral de la que hablaban las canciones de los Alien Sex Fiend, los Bauhaus, los Cure y demás amantes de los entierros prematuros, las almas en pena y las alas de los ángeles caídos.
Creo que aún no era mayor de edad cuando recibí la visita del murciélago, ese que desde entonces y por espacio de unos dos años acudía cada noche religiosamente a dormir colgado del techo de mi galería.
El colofón llegó cuando noté que la piel se me llenaba de ronchas si me exponía a la ardiente mirada de Apolo. Así que renuncié a la playa, a la que ya iba poco, dada mi escasa afición a las masas. Pero tal era mi hipersensibilidad, que bastaba el más fugaz rayo de sol para causar la reacción cutánea. Este fue el dictamen médico: eritemas; o sea, ¡alergia al sol! Cargando con la cruz de semejante nueva, regresé a casa, inquieta por saber el veredicto definitivo: el del espejo. El sobresalto era seguro: si me reflejaba, seguiría viendo mis brazos y piernas tachonados de satélites rojos; si no me reflejaba… Pero me reflejaba, pues ahí estaba mi aspecto de seis doble del dominó.
Ahora apenas me salen eritemas y, por supuesto, me sigo viendo en el espejo. ¡Con la ilusión que me hacía verme de pupila de Drácula! Me queda el consuelo de disfrazarme por Carnaval.
M. J. Zapater
(Publicado en LAS PROVINCIAS el lunes 23 de febrero de 1998, en Sociedad, pág. 60)

Publicada en la sección de Cartas el miércoles 14 de mayo de 1997 en Las Provincias.

La feria de las vanidades y la incoherencia


Como joven periodista en paro agraviada por los desorganizadores de la X Feria Alternativa, condeno el incongruente despotismo de estos. Me sobran razones y anécdotas, pues he participado los últimos cuatro años: primero en una radio libre; luego, practicando la quiromancia honradamente y vendiendo sobres sorpresa a 50 pesetas. Si, pese a ser buena periodista no me dan trabajo, de algo he de sobrevivir, ¿no?
Siempre simpaticé con las utopías que hablan de alternativas paradisíacas. Parafernalia: ahora descubro el sectarismo y la falsedad de tales posturas. Pero juzguen ustedes, juzguen.
Mientras cuatro lunáticos, botella en mano, predican libertad y resistencia al Sistema, mugrientos elfos adoran a la madre naturaleza atusándose la maraña de sus verdes cabelleras, capricho obtenido a causa de agrandar el agujero de ozono y de enrarecer la atmósfera con ponzoñas químicas de indudable origen industrial. Justo detrás de mí, tiñosos desharrapados abominan entre porro y porro de la apestosa corrupción sociopolítica y de las carísimas suciedades anónimas; me huelo que desconocen que en las piñatas un paquete de tres jabones vale 100 pesetas. Digo esto porque basta pasearse por los tenderetes para ver los exorbitantes precios, y eso sin tener en cuenta que algunos de los productos el único arte que entrañan es el de la estafa más sofisticada.
Por si estas pinceladas no bastaran para reflejar el caótico cuadro, he aquí el toque final: una panda de feriantes prepotentes me expulsa del apenas metro cuadrado de césped que ocupaba. La sinrazón, no ser adepta a ninguna de las sectas alternativas y no tener permiso. Se sabe que el silencio otorga, pero no para esas gentes, que les escribes y ni te contestan o acudes a sus locales y te encuentras con una reunión fantasma y con un colectivo tan cambiante cual Caleidoscopio... Así pues, ellos y ellas, todos okupas, qué irónico, plegaron mi pañuelo, quitaron mi cartelito y me amenazaron con recurrir a la fuerza si volvía (¿y aún hablan de la violencia estatal?) Igual suerte corrió un guitarrista, que acabó cantándoles las cuarenta yendo de un lado a otro agotado por la carrera; la estrategia era ingeniosa, porque no ocupaba ningún espacio en concreto y a la vez era omnipresente, pero agotadora. A un pobre acordeonista que pedía la voluntad también lo echaron (y luego se quejan de la Policía y de la insolidaridad). A quienes no mandaron con la música a otra parte fue a esos cofrades enfundados en pieles que se oponen a la tortura animal y te ponen la cabeza como un tambor.
Finalmente, tras jactarse de haber echado a Green Peace, uno de esos feriantes (de muy pocas luces), nos dijo que lo importante era participar. "Yo he montado toda la instalación eléctrica. Tú vienes aquí y lo tienes todo hecho", quejóse. Cayó la noche, las farolas brillaron por su ausencia y el ambiente fue de no veas. Asqueada de tanta comedia, me marché lamentando la desvergüenza, la intolerancia y la hipocresía de tales funámbulos, avaros comerciantes incoherentes y tiránicos.

María Jesús Zapater Muñoz (licenciada en Periodismo y feriante desencantada)