Pasarela en la que se exhiben, dando la nota, algunos de los modelos de Versace: picos, trapos, nalgas, pechos, ridículos contoneos y pavas. Una venerable vecina, muy anciana, que durante décadas fue diseñadora en París para casas tan prestigiosas y aún elegantes, por fortuna, como Yves Saint-Laurent, me llama, indignada: «¡Mari!, ¿has visto qué desvergüenza?»
Lamentablemente, lo vi. Todo un espectáculo. El diseño es arte y el arte busca crear, y si crea no usa el cuerpo como comodín, sino que lo oculta o lo insinúa. Pero el desnudo medio velado por un trapo informe no es diseño ni es arte. Es chabacanería y falta de imaginación. Una pasarela no debe ser una sala erótica; digo mal, una sala X, ya que cada vez son más los desfiles de mujeres casi en cueros, lo cual no es erótico, sino pornográfico.
Por tanto, frente a la decadencia de la moda propongo una moda decadente, un estilo que dice «no» a la moda como estereotipación de gustos y «sí» a la hegemonía de la personalidad. Lo decadente entraña el buen gusto por los detalles y la exacerbación del Yo como principio y fin al que debe tender el estilo propio. La moda es muchas veces lo contrario: la aniquilación del ego frente a un anónimo y colectivo gusto masivo, aunque sea a escala elitista. Digo esto porque en los figurines que muestran las pasarelas parisinas, aunque hay trajes maravillosos, hay otros horribles.
Así, hasta desde las altas esferas se impone un prêt à porter más o menos accesible (a la hora de copiarlo) y para andar por casa, aunque a veces, de tan espantoso, ni para andar por casa sirve. Si lo importante es estar bien con una misma, herético es ir hecha un desastre en soledad.
Hasta el vestuario más humilde comprado en el sitio más popular se ha confeccionado al hilo de la moda. Dejando a un lado que con el buen gusto se nace y que sobre gustos ya he hablado y escrito bastante a lo largo de mi cuarto de siglo, incido en que sea la personalidad la que mande: con idea y poco dinero se pueden hacer prodigios. La mitad de lo que llevo me lo he hecho yo, aprendiendo de mi madre (que no es modelo porque en su día rechazó la oferta de un conocido fotógrafo ya fallecido) y de la magistral vecina, que se empeña en que siga diseñando.
Como Óscar Wilde, abogo por la armonía y la comodidad: vestidos que emulen las túnicas griegas, tan sencillas e imponentes a la vez. Wilde también se entusiasmaba por la casaca del XVII; dice en su ensayo Otras ideas radicales sobre la reforma del traje: «En el siglo XVII los faldones de la casaca estaban a veces levantados por medio de ojetes y cordones, de manera que pudieran levantarse a voluntad. A veces se dejaba sencillamente abierta por los costados. En uno u otro caso realiza lo que constituyen los verdaderos principios de la indumentaria: la libertad y la cómoda adaptación a las circunstancias».
Con este camafeo cierro la columna y me despido hasta la próxima prendido en el ojal un pensamiento de Chopin.
M. J. Zapater
(Publicado en LAS PROVINCIAS el lunes 27 de octubre de 1997, en Moda, pág. 70)