Dóricas, jónicas, corintias, salomónicas o de opinión, si amas el arte de las columnas, te doy la bienvenida.


Ejemplar de La balaustrada (95 columnas de opinión censuradas o publicadas por Las Provincias), encuadernado por la autora.

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Ex redactora de Las Provincias

04 enero, 2012

REBELDE CON CAUSA

«¡¡Zapater, salga de la columna!!», me chillaba la madre Calasanz, que impartía música en las Escolapias. Yo no quería, pues desde pequeña me han entusiasmado todo tipo de columnas: desde las dóricas hasta las salomónicas, pasando por las cariátides y las de opinión, como puede verse. Pero la razón de mi testarudez era, más que la columna, el piano que había detrás, un piano al que nunca podíamos las niñas ponerle un dedo encima.
En otra ocasión la maquiavélica monja me encerró dos horas en un recinto de la iglesia, casi a oscuras, para que escarmentara. Yo salí tan campante (a otras insubordinadas otro gallo les cantó); siempre me atrajeron el color negro y la soledad. Cuando supo que no sabía las notas musicales y que mi flauta sonaba por casualidad, le dio una lipotimia.
Rememoraba yo estas escenas y otras muchas, harto nítidas pese al tiempo transcurrido, cuando hablaba con una amiga y compañera de calvario en ese colegio religioso sobre los cambios en la enseñanza y el daño que pueden hacer algunos psicólogos y parte del profesorado. Ahora hay más flexibilidad, pero la calidad ha empeorado notablemente.
Entré con sólo tres años y sin pasar por el aro del psicólogo, señor que se ha equivocado, y se equivocará, en muchas de sus predicciones sobre la valía de las niñas. A quien tenga la suerte de no ofenderse fácilmente, como servidora, no le habrá quedado trauma. Pero, ¿cuántas niñas, hoy mujeres, estarán frustradas por su culpa? Decretó que era anormal (por defecto, claro), que necesitaba un colegio especial y que otra psicóloga me analizara. Ésta le dijo que era él quien necesitaba ser analizado a fondo.
Al poco tiempo me expulsaron, no por carta, sino por teléfono: había roto un retrete, rayado todas las mesas, destrozado medio colegio y, lo que era peor, no había encajado en ninguna de las casillas estereotipadas del psicólogo. No el retrete, sino la pila, fue lo que rompí, pero no con cuatro años, sino ya en octavo, y porque unas niñas me encerraron en el aseo y quise salir saltando por la pared, que no llegaba al techo.
Pero vuelvo a las primeras andanzas. El inspector, estupefacto por la expulsión, amenazó con denunciar a las monjas. Conscientes las alimañas con hábito de la ilegalidad de sus planes, cedieron y tuvieron que soportarme. Me rebelaba contra el resto de niñas, jugaba sola, me abismaba mirando las nubes, tildaba palabras antes de que se me enseñara, narraba de memoria (palabra por palabra) el cuento de La bella durmiente, poseía una extraña y desbordante fluidez verbal, me las pasaba pintando soles y una querida osa de felpa que aún conservo, nunca lloraba (pese a las perrerías que me hicieron), pasaba largos ratos colgada de los columpios (cual murciélago), me declaré en huelga de hambre en el comedor…
Por contrapartida, tenía dificultades para manejar los números y en gimnasia nunca llegué al «nivel normal» que ellas establecieron (me ahogaba al correr). Y es que mi infancia también son recuerdos de un patio de pesadilla. No todo el mundo puede ser atleta. No todas las personas podemos correr una hora entera sin parar. Hay igualdades e igualdades; ¿cuándo lo entenderán?
M. J. Zapater
(Publicado en LAS PROVINCIAS el miércoles 10 de septiembre de 1997, en Educación, pág. 36)

Publicada en la sección de Cartas el miércoles 14 de mayo de 1997 en Las Provincias.

La feria de las vanidades y la incoherencia


Como joven periodista en paro agraviada por los desorganizadores de la X Feria Alternativa, condeno el incongruente despotismo de estos. Me sobran razones y anécdotas, pues he participado los últimos cuatro años: primero en una radio libre; luego, practicando la quiromancia honradamente y vendiendo sobres sorpresa a 50 pesetas. Si, pese a ser buena periodista no me dan trabajo, de algo he de sobrevivir, ¿no?
Siempre simpaticé con las utopías que hablan de alternativas paradisíacas. Parafernalia: ahora descubro el sectarismo y la falsedad de tales posturas. Pero juzguen ustedes, juzguen.
Mientras cuatro lunáticos, botella en mano, predican libertad y resistencia al Sistema, mugrientos elfos adoran a la madre naturaleza atusándose la maraña de sus verdes cabelleras, capricho obtenido a causa de agrandar el agujero de ozono y de enrarecer la atmósfera con ponzoñas químicas de indudable origen industrial. Justo detrás de mí, tiñosos desharrapados abominan entre porro y porro de la apestosa corrupción sociopolítica y de las carísimas suciedades anónimas; me huelo que desconocen que en las piñatas un paquete de tres jabones vale 100 pesetas. Digo esto porque basta pasearse por los tenderetes para ver los exorbitantes precios, y eso sin tener en cuenta que algunos de los productos el único arte que entrañan es el de la estafa más sofisticada.
Por si estas pinceladas no bastaran para reflejar el caótico cuadro, he aquí el toque final: una panda de feriantes prepotentes me expulsa del apenas metro cuadrado de césped que ocupaba. La sinrazón, no ser adepta a ninguna de las sectas alternativas y no tener permiso. Se sabe que el silencio otorga, pero no para esas gentes, que les escribes y ni te contestan o acudes a sus locales y te encuentras con una reunión fantasma y con un colectivo tan cambiante cual Caleidoscopio... Así pues, ellos y ellas, todos okupas, qué irónico, plegaron mi pañuelo, quitaron mi cartelito y me amenazaron con recurrir a la fuerza si volvía (¿y aún hablan de la violencia estatal?) Igual suerte corrió un guitarrista, que acabó cantándoles las cuarenta yendo de un lado a otro agotado por la carrera; la estrategia era ingeniosa, porque no ocupaba ningún espacio en concreto y a la vez era omnipresente, pero agotadora. A un pobre acordeonista que pedía la voluntad también lo echaron (y luego se quejan de la Policía y de la insolidaridad). A quienes no mandaron con la música a otra parte fue a esos cofrades enfundados en pieles que se oponen a la tortura animal y te ponen la cabeza como un tambor.
Finalmente, tras jactarse de haber echado a Green Peace, uno de esos feriantes (de muy pocas luces), nos dijo que lo importante era participar. "Yo he montado toda la instalación eléctrica. Tú vienes aquí y lo tienes todo hecho", quejóse. Cayó la noche, las farolas brillaron por su ausencia y el ambiente fue de no veas. Asqueada de tanta comedia, me marché lamentando la desvergüenza, la intolerancia y la hipocresía de tales funámbulos, avaros comerciantes incoherentes y tiránicos.

María Jesús Zapater Muñoz (licenciada en Periodismo y feriante desencantada)