«¡¡Zapater, salga de la columna!!», me chillaba la madre Calasanz, que impartía música en las Escolapias. Yo no quería, pues desde pequeña me han entusiasmado todo tipo de columnas: desde las dóricas hasta las salomónicas, pasando por las cariátides y las de opinión, como puede verse. Pero la razón de mi testarudez era, más que la columna, el piano que había detrás, un piano al que nunca podíamos las niñas ponerle un dedo encima.
En otra ocasión la maquiavélica monja me encerró dos horas en un recinto de la iglesia, casi a oscuras, para que escarmentara. Yo salí tan campante (a otras insubordinadas otro gallo les cantó); siempre me atrajeron el color negro y la soledad. Cuando supo que no sabía las notas musicales y que mi flauta sonaba por casualidad, le dio una lipotimia.
Rememoraba yo estas escenas y otras muchas, harto nítidas pese al tiempo transcurrido, cuando hablaba con una amiga y compañera de calvario en ese colegio religioso sobre los cambios en la enseñanza y el daño que pueden hacer algunos psicólogos y parte del profesorado. Ahora hay más flexibilidad, pero la calidad ha empeorado notablemente.
Entré con sólo tres años y sin pasar por el aro del psicólogo, señor que se ha equivocado, y se equivocará, en muchas de sus predicciones sobre la valía de las niñas. A quien tenga la suerte de no ofenderse fácilmente, como servidora, no le habrá quedado trauma. Pero, ¿cuántas niñas, hoy mujeres, estarán frustradas por su culpa? Decretó que era anormal (por defecto, claro), que necesitaba un colegio especial y que otra psicóloga me analizara. Ésta le dijo que era él quien necesitaba ser analizado a fondo.
Al poco tiempo me expulsaron, no por carta, sino por teléfono: había roto un retrete, rayado todas las mesas, destrozado medio colegio y, lo que era peor, no había encajado en ninguna de las casillas estereotipadas del psicólogo. No el retrete, sino la pila, fue lo que rompí, pero no con cuatro años, sino ya en octavo, y porque unas niñas me encerraron en el aseo y quise salir saltando por la pared, que no llegaba al techo.
Pero vuelvo a las primeras andanzas. El inspector, estupefacto por la expulsión, amenazó con denunciar a las monjas. Conscientes las alimañas con hábito de la ilegalidad de sus planes, cedieron y tuvieron que soportarme. Me rebelaba contra el resto de niñas, jugaba sola, me abismaba mirando las nubes, tildaba palabras antes de que se me enseñara, narraba de memoria (palabra por palabra) el cuento de La bella durmiente, poseía una extraña y desbordante fluidez verbal, me las pasaba pintando soles y una querida osa de felpa que aún conservo, nunca lloraba (pese a las perrerías que me hicieron), pasaba largos ratos colgada de los columpios (cual murciélago), me declaré en huelga de hambre en el comedor…
Por contrapartida, tenía dificultades para manejar los números y en gimnasia nunca llegué al «nivel normal» que ellas establecieron (me ahogaba al correr). Y es que mi infancia también son recuerdos de un patio de pesadilla. No todo el mundo puede ser atleta. No todas las personas podemos correr una hora entera sin parar. Hay igualdades e igualdades; ¿cuándo lo entenderán?
M. J. Zapater
(Publicado en LAS PROVINCIAS el miércoles 10 de septiembre de 1997, en Educación, pág. 36)